Alí vivía en un pueblo de Oriente en tiempo no muy lejano.
Escasamente instruido, se dedicaba a remendar babuchas, oficio que dominaba con destreza aprendida de su abuelo. Orgulloso de su maestro en el arte de dejar como nuevo lo viejo y gastado, contaba a quien quisiera escucharlo, los sinsabores pasados con el viejo cascarrabias.
Con el trabajo de todo un día, apenas alcanzaba para un mínimo bocado con el que amenguar los gruñidos de sus intestinos.
Iba esa tarde taciturno por la vereda en busca del alimento, cuando observó que a la dama que se disponía a subir a un carruaje, se le caía un pequeño paquete. Corrió a levantarlo y continuó la carrera detrás del vehículo, el que tirado por cuatro caballos, se alejaba veloz.
Quedó en medio de la calle, agitado, paquete en mano y el corazón galopante. Reparó en lo perfecto del envoltorio, supuso que tal vez era un regalo, una torta, un pantalón, un…
Decidió abrirlo apurado y sin cuidar de no romper el papel quedó en sus manos el contenido: Un libro.
Apenas sabía leer balbuceando, tartamudeando las letras que unía trabajosamente en voz alta como un niño, pero el libro era tan hermoso que seguramente se dejaría leer. Ilusionado lo llevó a su casa. Cerró puerta y ventana con barrales, corrió las andrajosas cortinas azules y sentado en el camastro a la luz de una vela, comenzó su lectura.
Estaba totalmente escrito en un idioma desconocido, excepto por una frase que se dejó leer luego de dos horas de intento tras intento: “Aquel que me lea hasta el final, será la persona más rica del mundo”
¡Justo es lo que necesitaba!
Y agradeció a Alá el encuentro, el misterio y la ansiedad con la que desde ese momento, se alimentarían sus días.
Claro que debía leerlo hasta el final, cierto. Esto aún no tenía solución. Copió algunas palabras en un papel y lo guardó en su camisa – ya sabía qué haría al amanecer-
V.C
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