«Gris, querido amigo es toda teoría,
mas es verde el árbol dorado de la vida»
Goethe
En la antigua Grecia, la Filosofía era considerada por uno de sus padres, Sócrates, medicina para el alma. Ya su nombre, etimológicamente analizado, señalaba su función en la vida del hombre: «filos» (amor) y «sofía» (sabiduría) amor a la sabiduría. El filósofo, lejos de alimentar teorías abstractas, era un «médico del alma». Alguien que como Sócrates, había pasado por el «conócete a ti mismo» llegando al «sólo sé que no sé nada”, y por eso era capaz de indagar en cada uno de sus interlocutores hasta lograr que fuera dando a luz los conceptos. Partero de conceptos, el filósofo, pero no cualquier concepto, sino fundamentalmente aquellos referentes a valores, a virtudes, sobre los cuales fundar una sana conducta acorde con la propia alma.
Y precisamente de eso se trata la salud, al decir de un médico y pensador más contemporáneo, el Dr. Edward Bach, creador de un conocido sistema de terapia floral. Para el Dr. Bach la enfermedad tiene su origen en el plano energético, regido por las emociones y el pensamiento. Nuestra alma viene a esta vida para adquirir experiencia y expresarse. Cuando la personalidad se pliega a esta expresión, cuando en armonía con los mandatos y necesidades de nuestra alma o ser interior, vive y realiza la misión y el aprendizaje necesarios, estamos sanos. Si la personalidad externa interfiere, se opone, o permite que algún otro interfiera en esta tarea, nos enfermamos. La otra causa de la enfermedad para Bach está también en este plano ético: cuando interferimos en la vida de otro y le causamos daño, o no le permitimos ser. Este sistema terapéutico apunta entonces a que uno tome conciencia del error que está cometiendo y origina el desequilibrio, y ayudado por las esencias florales, que actúan en el plano energético, vuelva a la armonía entre el alma y la personalidad, y entonces a la perfecta salud y alegría. Todo en la naturaleza es simple, y comprendiendo y respetando esta simple belleza es como aprendemos a vivir y a sanar.
La enfermedad entonces tendría una finalidad redentora: nos llama la atención para que enmendemos nuestras fallas y sigamos desarrollando la profunda individualidad que viene a desplegarse en esta vida, con el cuerpo material como vehículo transitorio. Como todo en una Naturaleza creada y regida por el Amor, la enfermedad, lejos de ser un castigo, es una oportunidad de crecimiento. No importa tanto entonces cuáles son sus causas materiales (gérmenes, virus…), ni la descripción y clasificación de los síntomas, sino aquella actitud o emoción que nos vuelve vulnerables a la acción de elementos o fuerzas hostiles a nuestro cuerpo. Ya no preguntaremos por qué nos enfermamos, sino para qué. El paciente no es un «caso»de «tal órgano enfermo», sino un ser buscando la integración de sus tres aspectos: alma, personalidad y cuerpo material. Y todo esto, que constituye su individualidad en evolución, debe estar en armonía con el Ser mayor, la Gran Unidad amorosa de la cual todos formamos parte.
Vemos entonces que la salud y la enfermdead están en íntima relación con la evolución del hombre. El individuo en desarrollo y la Humanidad. Porque no nos podemos sanar solos. La sabiduría del Padre inscribió en nuestro ser profundo «Ama a tu prójimo como a ti mismo», y la llamada Regla de Oro, «Así como quieres que los hombres hagan contigo, haz tú con ellos»: el aprendizaje y la curación se realizan en comunidad. Nadie está sano si es indiferente al sufrimiento del otro. La salud es una bendición en movimiento que crece cuanto más se brinda.
Pero la salud, al mismo tiempo, es un bien que debe ser buscado por cada uno, deseado, y desarrollado libremente por cada individuo, desde lo más íntimo. El libre albedrío es una clave que, según los antiguos libros de sabiduría de todas las culturas, nos daría razón del sufrimiento, de la enfermedad, de lo que llamamos el «mal». Así, nuestro aprendizaje y crecimiento será por libre elección, por necesidad del alma, que con amor va logrando que la personalidad le permita cumplir la misión, la tarea para la cual nació esta vez. Esta vida actual no es más que un paso en un largo aprendizaje, «un día de colegio», dice Bach. A través de sucesivas encarnaciones(*) el ser se va desarrollando, corrigiendo errores, hasta llegar a participar plenamente del Amor consciente para el cual fue creado. En este proceso, nadie, ni el Creador, puede forzarnos a estar sanos y alegres, y crecer y ayudar a crecer a otros. Esto tiene que ser elegido, buscado, la mayoría de las veces un poco a ciegas, ya que lo que llamamos nuestra conciencia es sólo la punta saliente de un inmenso iceberg sumergido. A medida que nos hacemos verdaderos, estamos más en el camino de la Verdad, con más conciencia. Y en el proceso también puede ayudarnos lo que llamamos «enfermedad»o «mal»: cuántos casos hay de cambios radicales de forma de sentir y actuar a partir de una enfermedad o crisis grave. Y entonces la sanación no es sólo producto de un medicamento bien administrado, o una acertada intervención quirúrgica, sino de la comprensión libremente buscada y lograda por el mismo paciente, que aprendió a «conocerse a sí mismo» y superar la prueba.
(*) Esta idea de la reencarnación podemos aceptarla o no. En realidad no se trata de ‘creer’ o ‘no creer’, sino de investigar, como se está haciendo en universidades y centros de estudio de diferentes partes del mundo. De aceptarla, es una idea que contribuye a hacer más coherente y racional nuestra vida y lo que llamamos nuestra muerte.
Más contemporáneamente y desde otra perspectiva, T. Dethlefsen y R. Dahlke en «La enfermedad como camino» presentan una concepción del hombre, la salud, la enfermedad y la curación bastante afín con la filosofía de Bach. Dicen en el Prólogo: «Este libro es incómodo porque arrebata al ser humano el recurso de utilizar la enfermedad a modo de coartada para rehuir problemas pendientes. Nos proponemos demostrar que el enfermo no es víctima inocente de errores de la Naturaleza, sino su propio verdugo. Y con esto no nos referimos a la contaminación del medio ambiente, a los males de la civilización, a la vida insalubre ni a «villanos» similares, sino que pretendemos situar en primer plano el aspecto metafísico de la enfermedad. A esta luz, los síntomas se revelan como manifestaciones físicas de conflictos psíquicos, y su mensaje puede descubrir el problema de cada paciente».
Muy sintéticamente reseñaremos su posición. El hombre es un ser en evolución, que vive por lo común inmerso en un mundo de opuestos, el mundo de la polaridad (bien/mal, luz/oscuridad, actividad/pasividad, etc. etc). Todo lo que un individuo rechaza absolutamente como que «no va con él» o es juzgado por él como «absolutamente malo» (por ejemplo agresividad, ociosidad, sensualidad, debilidad, o cualquier otra forma de manifestación rechazada) queda en él formando parte de «la sombra», depósito inconsciente de su psiquis. Y desde allí la única forma que estos principios rechazados tienen para expresarse, ya que el individuo ha forjado una estructura rígida por donde no pueden filtrarse, es a través de la enfermedad. Esta sería un medio para que el individuo «se sincere», manifieste esa tendencia rechazada y sepultada en «la sombra», y la integre si logra comprenderla y aceptarla. Y de paso esto lo pone en disposición de comprender y aceptar a otros. La curación, entonces, no consistirá en volverlo rápidamente a la “normalidad» de sus limitaciones, falta de sinceridad y egoísmo, sino en ayudar a su Ser profundo (distinto del Ego) a manifestarse. El terapeuta tendría que ponerse a favor de la evolución, que tiende a llevar a cada individuo del egoísmo al Ser, de la polaridad (en que rechaza lo opuesto a lo que en una etapa considera como «lo mejor») a la Unidad que lo comprende todo.
Volvamos a nuestro planteo inicial sobre la Filosofía, la cual como actitud de «amor a la sabiduría», podría considerarse sanadora. Daría lugar a un conocimiento muy especial en cada uno de nosotros. Un conocimiento que se busca con todas las funciones del propio ser, ya que se funda en el amor, y que nos armoniza, nos equilibra, de adentro hacia fuera. Un conocimiento que va transmutando nuestras emociones y acciones y así nos hace sanos y alegres. Y simples, porque nos acerca al Uno. Este «conocimiento», jugando con la palabra, quizás no es ni más ni menos que «cimiento del cono», y para qué está el cimiento del cono sino para fundar el ascenso hacia el vértice superior, donde todo podemos comprenderlo desde el Uno?
Los maestros de todas las grandes religiones y escuelas de sabiduría nos han dejado señales indicativas del camino que puede conducirnos en esta búsqueda, que nos lleva cuando es verdadera no a “evadirnos a otro mundo”, sino a asumir nuestra función presente en la evolución de nuestro ser y el de nuestro prójimo. Quizás ésta sea la única salud que valga la pena, y todas las dolencias y sus curaciones por las que tengamos que atravesar sólo etapas transitorias de este gran aprendizaje.
No queremos con todas estas reflexiones reducir la función del médico a la de “salvador de almas”, ni dejar de lado los distintos caminos que a través de la historia han recorrido aquellos cuya vocación es auxiliar a sus prójimos en sus sufrimientos. Pensamos que todo enfoque puede ser válido si está encuadrado en una búsqueda de Verdad y Bien, y cuando se selecciona la forma de terapia en función de la necesidad del paciente y no de otras motivaciones. La llamada “docta ignorancia”de Sócrates, de la cual partimos, quizás sea una actitud básica que pueda ayudar al médico a preguntar profundamente al paciente cuál es su dolencia y el sentido de lo que le está ocurriendo, y a partir de allí tener la receptividad necesaria para recibir una inspiración acerca del tratamiento y la orientación adecuados.
Karl Jaspers, pensador contemporáneo que reunía en sí la triple condición de médico, filósofo, y enfermo crónico, ha desarrollado una interesante concepción de la enfermedad y su curación, que si bien en ciertos aspectos es totalmente opuesta a la tendencia a poner el acento sobre la causalidad “metafísica”o “ética”de la enfermedad, llega a la siguente descripción del médico ideal, encarnado en su propio médico, el Dr. Víctor Fraenkel: ¨Su existencia se convirtió para mí en la experiencia fundamental de lo que un médico en absoluto debe ser, en la encarnación prototípica del médico. En el trato con cada uno de sus pacientes poseía en mi opinión una capacidad insospechada de acomodación. Sacrificando su propio yo, se ponía en el lugar del otro; pero con la ventaja de una inteligencia clara, realista, que le abría perspectivas mayores que las del enfermo a quien quería ayudar. Era capaz de entrar en el mundo de cada uno de sus pacientes con sus necesidades, sus valoraciones y sus objetivos peculiares, como si él, por un instante, fuese totalmente uno con el enfermo”.
Diana Venturini
Lic en Filosofía y Letras
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